jueves, 4 de abril de 2013

Chávez: el límite y la fuerza

 Sin la menor duda, el fenómeno social, político y cultural que ahora denominamos chavismo transformó a Venezuela. Además, afecta los modos de pensar la política en gran parte de América Latina. Los simpatizantes y detractores del Presidente Chávez no coinciden en cómo será el futuro de su país, pero todos saben que Venezuela ya nunca volverá a ser la del pasado. 
 ¿Dónde fue el punto de quiebre? Hasta el levantamiento popular del Caracazo de 1989 Venezuela vivió para próximos y extraños la ficción de la democracia restringida que, tras la caída del dictador Pérez Jiménez, se pactó en la localidad de Punto Fijo en 1958. Mediante ese acuerdo las cúpulas o “cogollos” de dos partidos tradicionales COPEI y Acción Democrática se turnaron en el gobierno nacional, marginando a los demás sectores.
Eso originó la llamada IV República. Años de relativa estabilidad política, periódicamente legitimada por elecciones de sabor populista, en las que la mayor parte de la población no participaba. Muchos dejaban de hacerlo porque no se les documentaba para votar y otros muchos se abstenían porque tales comicios solo repetían más de lo mismo. Mientras, Venezuela contrajo serias malformaciones estructurales: se hundió en el rentismo petrolero y el parasitismo económico; la agricultura hizo crisis y el campo se despobló; la incipiente industria decayó; la cultura del trabajo se degradó; la inflación creció hasta cifras que duplican las actuales. 

A eso se añadió la crisis y la adopción de las drásticas medidas neoliberales que, rápida y espontáneamente, sublevaron al pueblo de una capital que tenía varios lustros de relativa pasividad. Se afirma que cerca de 3,000 personas perdieron la vida en unos días de represión. Por órdenes del gobierno constitucional, el ejército disparó hasta agotar las municiones de fusil que tenía en Caracas y fue preciso organizar un puente aéreo para traer más balas con que aplacar a una población inerme.
Con el Caracazo se acabó la magia de la flauta de Hamelin. En 1992, estremecidos por el rol que la política tradicional les asignó durante ese brutal episodio, una parte de la oficialidad se sublevó, liderada por Hugo Chávez. Poco después, en las elecciones de 1994 el binomio de Punto Fijo fue echado del gobierno. Sin embargo, la abigarrada coalición el “chiripero” que lo remplazó dejó de reformar el sistema político heredado. 

Por eso cinco años después la mayoría popular eligió a Chávez, lo opuesto de la política tradicional, quien prometía convocar enseguida una Constituyente para rehacer el sistema político. La nueva Constitución fue arrolladoramente aprobada el siguiente año en referéndum. Eso abrió otra página de la historia venezolana. La base de la democracia tuvo una rápida ampliación: varios millones de ciudadanos en su mayoría pobres fueron habilitados para votar; se creó el referendo de revocatoria de mandato; surgió el sistema de consulta popular; la rendición de cuentas; la democracia participativa y la comunitaria.
El sistema electoral se perfeccionó y pasó a contar con amplia supervisión internacional (Jimmy Carter lo describió como el mejor sistema de su género en el mundo). Por su parte, en 14 años, el presidente Chávez se sometió a 16 procesos electorales, entre ellos un referendo revocatorio, referendos constitucionales y reelecciones. Lo que no impide que el gobierno de Washington, la prensa mundial y local de las derechas, y los despistados de siempre, lo sigan tildando de dictatorial, aduciendo dichos sin lógica ni verificación.
Que los frustrados amos del mundo y los privilegiados de siempre lo hagan es natural; pero que los papagayos de clase media repitan sus bulos revela que se quedaron pegados al pasado o que querían democracia pero no tanta, o sin tanta participación plebeya. Lo que ya los llevó, en 2002 y 2003, a apoyar un golpe de estado oligárquico y, más recientemente, al anticipar nuevas derrotas electorales, a secundar llamados a la violencia y a desacreditar a los órganos electorales. 

Para ser breve y porque es otro el tema de hoy no mencionaré aquí los notables progresos de la economía venezolana en estos 14 años, tanto en materia de fortalecimiento como, sobre todo, de reinversión social y justicia redistributiva. Son éxitos cuantiosos, pero lo fundamental es que los disfruta la mayor parte de la población, principalmente la que antes estuvo más marginada.
Al repasar estos lustros de los acontecimientos venezolanos lo que sobresale es la legitimidad del proceso sociopolítico que Chávez calificó de bolivariano. Los sucesos de los años 90 cuando en el resto del Continente campeaba el neoliberalismo en Venezuela tomaron un giro que rechazó la tendencia dominante y eligió otro camino. Uno que por más de 10 años venía madurando en el pueblo venezolano sin que su senil dirigencia lo percibiera, y que un buen día hizo eclosión. Pudo haber sido otro el nombre del movimiento que así emergió, y otro su líder, pero a Chávez le corresponden los méritos del talento y el coraje de asumirlo en el instante preciso, y en sintonía con su pueblo.
El mérito, asimismo, de apreciar que el camino emprendido por los abnegados revolucionarios de los años 60 y 70, aunque moralmente correcto, no era eficaz. Como igualmente el de comprender que la ruta de la asonada que él mismo intentó en 1992 tampoco llevaba adonde se quería. Y de concebir la vía, más larga pero socialmente mejor sustentada, de llegar a la Presidencia, a la Constituyente y a construir de allí en adelante una ruta hacia el futuro por medio de la movilización, la concientización y la organización popular, y de su impacto electoral.
Y el mérito de despejarle así un camino alternativo a los demás movimientos y liderazgos latinoamericanos. 

El propio Chávez entendió y enseñó que esa ruta tiene, a su vez, un límite y una fuerza. El límite de que no se puede ir más allá ni más a prisa de lo que el pueblo movilizado ya puede comprender y hacer suyo de que el éxito de la marcha reclama un constante pero creativo esfuerzo pedagógico . Y la enorme fuerza que el nuevo proyecto adquiere enseguida que ese pueblo, a despecho de los papagayos, lo hace suyo y lo empuja más allá del actual horizonte.

martes, 2 de abril de 2013

Nicolás Maduro, el conductor


Nicolás Maduro es un robusto grandulón de 1.90 metros de alto, y negro y tupido bigote, que condujo en Caracas un metrobús durante más de siete años, fue canciller otros seis y ahora es candidato a la primera magistratura y presidente encargado de Venezuela. Forma parte de la nueva generación de mandatarios latinoamericanos que, como el obrero metalúrgico Luiz Inácio Lula da Silva o el sindicalista cocalero Evo Morales, incursionaron en la política desde las trincheras de las luchas sociales de oposición.
Maduro es un revolucionario socialista que modificó su formación ortodoxa original para sumarse al heterodoxo huracán de la revolución bolivariana. Es un hombre de izquierda que llegó al poder sin abandonar sus principios. Un colaborador fiel de Hugo Chávez que se ha hecho a sí mismo, y que hoy está al volante de uno de los procesos de transformación más profundos de Latinoamérica.

La política le viene en la sangre, la respiró desde sus primeros días. Nació en 1962 en la ciudad de Caracas, en el seno de una familia muy comprometida con la acción colectiva pública. Su papá fue fundador del partido socialdemócrata Acción Democrática (AD) y organizador de una fracasada huelga petrolera contra la dictadura en 1952, que lo obligó a huir y esconderse.
En 1967 Maduro asistió con sus padres a los mítines del Movimiento Electoral del Pueblo, escisión de izquierda de AD, y un año más tarde a los masivos y populares actos de apoyo a la candidatura de Luis Beltrán Prieto Figueroa. En esa campaña Maduro conoció el mundo de la pobreza, de las casas de cartón. Y, por primera vez, habló en público, cuando su padre lo puso sobre el techo de un automóvil con un micrófono.
No obstante la influencia paterna, desde muy pequeño tuvo opiniones políticas propias. En cuarto año de primaria defendió la revolución cubana de las críticas de las monjas que enseñaban en su escuela. Como sanción fue expulsado del salón de clases durante tres días y condenado a purgar su castigo en la biblioteca, en realidad un premio para un muchacho inquieto que devoraba cuanto libro tuviera enfrente.

Lejos de curarse con el paso del tiempo, su precocidad política aumentó. De 12 años de edad y siendo estudiante del Liceo, comenzó a militar a escondidas de sus padres en el movimiento Ruptura, estructura abierta del proyecto revolucionario de Douglas Bravo. La efervescencia juvenil era el signo de la época. A partir de entonces participó ininterrumpidamente en luchas barriales, en la formación de cineclubes, en movimientos sindicales y en conspiraciones populares armadas.
Bajista del grupo de rock Enigma, vio cómo muchos jóvenes de su generación en los barrios se engancharon en el mundo del dinero fácil, de la cultura de las drogas, se volvieron adictos y fueron asesinados en las guerras de bandas. La experiencia lo marcó de por vida.
Nicolás Maduro, al igual que Hugo Chávez, es un gran jugador de beisbol –tercera base–; sin embargo, a diferencia del comandante, que era pésimo bailarín, se defiende razonablemente bien a la hora de bailar salsa.
La participación en movimientos populares fue su universidad. Como muchos otros integrantes de su generación, su formación intelectual está directamente asociada a su involucramiento en la lucha revolucionaria y de masas. Estudió a los clásicos del marxismo y analizó e interpretó la realidad venezolana a la luz de sus enseñanzas. Dotado de una extraordinaria capacidad de aprendizaje, ha sido simultáneamente autodidacta y dirigente instruido por años de participación política organizada. Hasta el triunfo del chavismo sufrió regularmente persecución policiaca, y vivió, literalmente, a salto de mata.
Participó en la Organización de Revolucionarios y en su expresión abierta, la Liga Socialista, agrupación revolucionaria marxista, nacida de un desprendimiento del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Su fundador, Jorge Rodríguez, fue asesinado por los servicios de inteligencia en 1976. Maduro se destacó allí como brillante organizador y agitador político de masas.

En 1991 entró a trabajar en el Metro de Caracas. Echa­do para adelante, afable, comprometido con los intereses de los trabajadores, carismático, fue elegido por sus compañeros como su representante gremial. Su vocación por un sindicalismo democrático y de clase provocó que con frecuencia fuera sancionado por la empresa. Del caracazo de 1989 conserva en la memoria el desgarrador sonido de los lamentos permanentes de los pobres en las calles, a quienes les mataron a sus parientes.
Maduro conoció a Hugo Chávez como la mayoría de los venezolanos: lo vio en televisión cuando éste asumió su responsabilidad en el levantamiento militar de 1992. Más de un año después, el 16 de diciembre de 1993, lo conoció personalmente en la cárcel, junto a un grupo de trabajadores. El teniente coronel le dio el nombre clandestino de Verde y lo responsabilizó de diversas tareas conspirativas. Cuando Chávez salió libre, en 1994, Maduro se volcó de tiempo completo a la organización del movimiento.
El hoy presidente encargado fue parte de la Asamblea Nacional Constituyente de 1999 que redactó la nueva Constitución. Un año después fue electo diputado a la Asamblea Nacional. En enero de 2006 fue nombrado presidente del Poder Legislativo y pocos meses después renunció para ser ministro de Relaciones de Exteriores. Como canciller fue actor central en la apuesta por construir un mundo multipolar, impulsar la integración latinoamericana y construir la paz. De allí pasó a ser vicepresidente y, desde hace unos días, presidente encargado.
Maduro está casado con la abogada Cilia Flores, nueve años mayor que él. Figura relevante del chavismo, ella ha sido, por méritos propios, presidenta de la Asamblea Nacional, vicepresidenta del PSUV y procuradora de la República. Tiene un solo hijo, el flautista Nicolás Ernesto, y un nieto.
Escogido por Hugo Chávez como su heredero político, Nicolás Maduro enfrentará el próximo 14 de abril la prueba de las urnas. De salir victorioso, tendrá el reto de ser el nuevo conductor de la revolución bolivariana, resolver problemas como el de la inseguridad pública y la corrupción, y continuar el legado del comandante, radicalizándolo al tiempo que lo innova.

Chávez, su legado y la guerra de símbolos

Carlos Fazio
 Caracas. Fue un subversivo en palacio. Un pacifista subversivo. Un militar patriota con gran coherencia entre el decir y el hacer. Como se opuso a reproducir la voz del amo imperial, la élite racista venezolana lo demonizó y estigmatizó: lo llamó loco, negro, zambo, gorila, ordinario, incivilizado. Vía el terrorismo mediático, la plutocracia subordinada y apátrida envenenó a la sociedad con su odio de clase y la polarizó. 

Hombre radical, de pensamiento crítico y audaz acción política, Hugo Chávez siempre dio la cara y se hizo responsable de sus actos. Como no tuvo precio, no lo pudieron comprar. Adversario del consenso de Washington y el pensamiento único neoliberal, rompió paradigmas. Y, con Gramsci, se dedicó a construir en su país una nueva hegemonía cultural, ética, democrática de los símbolos y las palabras. Donde decía globalizados puso patria, donde decía emprendedores, clase social. Iconoclasta, antidogmático, soñaba con una sociedad justa, de iguales. Con un nuevo Estado social que no fuera calco ni copia. En su vía pacífica hacia un nuevo Estado del bienestar socializado, utilizó la metodología de Simón Rodríguez: inventar y errar. Cuando erró supo rectificar; los grandes logros de sus inventos son invaluables todavía.


Fue el gran educador de una nueva civilidad. Llevó a cabo una auténtica pedagogía popular, crítica, de masas. Utilizó los medios −la televisión en particular− para debatir y concientizar; para desenajenar. Mantuvo un diálogo permanente con los pobres, en quienes inculcó un espíritu histórico, participativo, solidario. Puso el acento en lo colectivo, en lo horizontal organizado. Irradió su pensamiento más allá de las fronteras nacionales y defendió la identidad cultural de Nuestra América, la Patria Grande latinoamericana.


Fue el constructor de una nueva arquitectura social. En el seno de un Estado petrolero rentista y clientelar, patrimonialista y vertical, impulsó una revolución democrática. Con eje en un profundo cambio en la correlación de fuerzas, llevó a cabo la transformación del Estado-máquina, utilizándolo como organizador de lo común, de lo civil. De la sociedad. Con el pueblo movilizado generó una nueva institucionalidad y redistribuyó los ingresos de la renta petrolera.

Es el suyo un modelo original inconcluso, con sus defectos, vacíos y contradicciones. Chávez concebía el socialismo como una obra de arte. Pensaba que no podía haber soluciones en países aislados ni socialismo en un solo país. Por eso, combinó el nacionalismo revolucionario con el marxismo de Marx, el cristianismo popular y la integración regional bolivariana. Al antimperialismo fundacional sumó una base material subregional, con énfasis en las complementariedades y la identidad cultural: ALBA, Petrocaribe, Unasur, Banco del Sur, el Sucre, Telesur, el nuevo Mercosur, la Celac…

Acusado de dictador por sus detractores, durante sus gobiernos hubo exceso de democracia (Lula dixit). En menos de tres lustros ganó 14 elecciones de 15. Además, se jugó el pellejo por los más humildes. En lo personal decía que le gustaba vivir viviendo la vida. Nunca se quejó. Pero lloró a solas frente a un espejo cuando Fidel le dijo que tenía cáncer.


Murió invicto. Y en lo único que todos coincidieron es en que fue un líder carismático. Álvaro García Linera dice que el liderazgo carismático no es una forma de mitología de las personas −como insiste con fines diversionistas el publicista de Televisa y la ultraderecha hemisférica Enrique Krauze−, sino la sintonía entre el accionar del líder y la voluntad nacional general de la sociedad. Su muerte, ahora, deja un vacío. La pregunta es, ¿qué sigue? Immanuel Wallerstein arriesga que los seguidores de Hugo Chávez intentarán garantizar la continuación de sus políticas institucionalizándolas. Lo que Max Weber llamaba la rutinización del carisma. Pero para un pueblo en movimiento detenerse es retroceder; el enemigo retoma la iniciativa.


De hecho, de cara a los comicios del 14 de abril entre el oficialista Nicolás Maduro Moros y el opositor Henrique Capriles Radonski, la guerra mediática arrecia en el plano simbólico y el uso de imágenes. Venezuela sigue siendo un laboratorio de la guerra de cuarta generación; de la guerra sicológica. En la coyuntura, el especialista en campañas negativas y guerra sucia electoral, Juan José Rendón y los expertos estadunidenses en manipulación de masas, intentan apropiarse de la simbología chavista y enfrentar al mito Chávez con Simón Bolívar.

En una maniobra de distracción y confusionismo ideológico, ante la imposibilidad de ganar los comicios, la misma derecha que vilipendió y secuestró el pensamiento del libertador y lo transformó en un nicho vacío, intenta apropiárselo y usarlo contra quien le dio carácter humano y popularizó su significado político. Si antes se apropiaron de la palabra camino (una de las más usadas por Chávez), la designación del comando de campaña de Capriles con el nombre de Simón Bolívar intenta explotar la dicotomía Chávez/Bolívar.

A la falsificación de la realidad y el uso de referentes simbólicos (incluida la bandera) se suma la estereotipación propia de las operaciones sicológicas. Si Chávez era el inquilino de Miraflores, Maduro es el encargado en palacio y el hombre de Cuba en Venezuela. Al asesinato moral de Chávez (vía CNN, Globovisión, El País, Televisa et al) y la reducción de Maduro a un sacerdote más del culto chavista (Krauze), la reacción suma elementos como reconciliación y diálogo, atribuyendo al otro el odio entre las familias y la catástrofe económica. Caldo de cultivo que en la fase poselectoral podría derivar en denuncias de fraude y desconocimiento de resultados, para generar caos y desestabilización social y facilitar la tipificación de Venezuela como un Estado forajido o canalla a ser intervenido humanitariamente por Washington y sus aliados de la OTAN. En el fondo, es el petróleo, claro.