Nicolás Maduro es un
robusto grandulón de 1.90 metros de alto, y negro y tupido bigote, que
condujo en Caracas un metrobús durante más de siete años, fue canciller
otros seis y ahora es candidato a la primera magistratura y presidente
encargado de Venezuela. Forma parte de la nueva generación de
mandatarios latinoamericanos que, como el obrero metalúrgico Luiz Inácio
Lula da Silva o el sindicalista cocalero Evo Morales, incursionaron en
la política desde las trincheras de las luchas sociales de oposición.
Maduro
es un revolucionario socialista que modificó su formación ortodoxa
original para sumarse al heterodoxo huracán de la revolución
bolivariana. Es un hombre de izquierda que llegó al poder sin abandonar
sus principios. Un colaborador fiel de Hugo Chávez que se ha hecho a sí
mismo, y que hoy está al volante de uno de los procesos de
transformación más profundos de Latinoamérica.
La política le
viene en la sangre, la respiró desde sus primeros días. Nació en 1962 en
la ciudad de Caracas, en el seno de una familia muy comprometida con la
acción colectiva pública. Su papá fue fundador del partido
socialdemócrata Acción Democrática (AD) y organizador de una fracasada
huelga petrolera contra la dictadura en 1952, que lo obligó a huir y
esconderse.
En 1967 Maduro asistió con sus padres a los mítines
del Movimiento Electoral del Pueblo, escisión de izquierda de AD, y un
año más tarde a los masivos y populares actos de apoyo a la candidatura
de Luis Beltrán Prieto Figueroa. En esa campaña Maduro conoció el mundo
de la pobreza, de las casas de cartón. Y, por primera vez, habló en
público, cuando su padre lo puso sobre el techo de un automóvil con un
micrófono.
No obstante la influencia paterna, desde muy pequeño
tuvo opiniones políticas propias. En cuarto año de primaria defendió la
revolución cubana de las críticas de las monjas que enseñaban en su
escuela. Como sanción fue expulsado del salón de clases durante tres
días y condenado a purgar su castigo en la biblioteca, en realidad un
premio para un muchacho inquieto que devoraba cuanto libro tuviera
enfrente.
Lejos de curarse con el paso del tiempo, su precocidad
política aumentó. De 12 años de edad y siendo estudiante del Liceo,
comenzó a militar a escondidas de sus padres en el movimiento Ruptura,
estructura abierta del proyecto revolucionario de Douglas Bravo. La
efervescencia juvenil era el signo de la época. A partir de entonces
participó ininterrumpidamente en luchas barriales, en la formación de
cineclubes, en movimientos sindicales y en conspiraciones populares
armadas.
Bajista del grupo de rock Enigma, vio cómo muchos
jóvenes de su generación en los barrios se engancharon en el mundo del
dinero fácil, de la cultura de las drogas, se volvieron adictos y fueron
asesinados en las guerras de bandas. La experiencia lo marcó de por
vida.
Nicolás Maduro, al igual que Hugo Chávez, es un gran
jugador de beisbol –tercera base–; sin embargo, a diferencia del
comandante, que era pésimo bailarín, se defiende razonablemente bien a
la hora de bailar salsa.
La participación en movimientos
populares fue su universidad. Como muchos otros integrantes de su
generación, su formación intelectual está directamente asociada a su
involucramiento en la lucha revolucionaria y de masas. Estudió a los
clásicos del marxismo y analizó e interpretó la realidad venezolana a la
luz de sus enseñanzas. Dotado de una extraordinaria capacidad de
aprendizaje, ha sido simultáneamente autodidacta y dirigente instruido
por años de participación política organizada. Hasta el triunfo del
chavismo sufrió regularmente persecución policiaca, y vivió,
literalmente, a salto de mata.
Participó en la Organización de
Revolucionarios y en su expresión abierta, la Liga Socialista,
agrupación revolucionaria marxista, nacida de un desprendimiento del
Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Su fundador, Jorge Rodríguez,
fue asesinado por los servicios de inteligencia en 1976. Maduro se
destacó allí como brillante organizador y agitador político de masas.
En
1991 entró a trabajar en el Metro de Caracas. Echado para adelante,
afable, comprometido con los intereses de los trabajadores, carismático,
fue elegido por sus compañeros como su representante gremial. Su
vocación por un sindicalismo democrático y de clase provocó que con
frecuencia fuera sancionado por la empresa. Del caracazo de 1989
conserva en la memoria el desgarrador sonido de los lamentos permanentes
de los pobres en las calles, a quienes les mataron a sus parientes.
Maduro
conoció a Hugo Chávez como la mayoría de los venezolanos: lo vio en
televisión cuando éste asumió su responsabilidad en el levantamiento
militar de 1992. Más de un año después, el 16 de diciembre de 1993, lo
conoció personalmente en la cárcel, junto a un grupo de trabajadores. El
teniente coronel le dio el nombre clandestino de Verde y lo
responsabilizó de diversas tareas conspirativas. Cuando Chávez salió
libre, en 1994, Maduro se volcó de tiempo completo a la organización del
movimiento.
El hoy presidente encargado fue parte de la Asamblea
Nacional Constituyente de 1999 que redactó la nueva Constitución. Un
año después fue electo diputado a la Asamblea Nacional. En enero de 2006
fue nombrado presidente del Poder Legislativo y pocos meses después
renunció para ser ministro de Relaciones de Exteriores. Como canciller
fue actor central en la apuesta por construir un mundo multipolar,
impulsar la integración latinoamericana y construir la paz. De allí pasó
a ser vicepresidente y, desde hace unos días, presidente encargado.
Maduro
está casado con la abogada Cilia Flores, nueve años mayor que él.
Figura relevante del chavismo, ella ha sido, por méritos propios,
presidenta de la Asamblea Nacional, vicepresidenta del PSUV y
procuradora de la República. Tiene un solo hijo, el flautista Nicolás
Ernesto, y un nieto.
Escogido por Hugo Chávez como su heredero
político, Nicolás Maduro enfrentará el próximo 14 de abril la prueba de
las urnas. De salir victorioso, tendrá el reto de ser el nuevo conductor
de la revolución bolivariana, resolver problemas como el de la
inseguridad pública y la corrupción, y continuar el legado del
comandante, radicalizándolo al tiempo que lo innova.
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